Entrevista a David de Jorge, jefe de cocina del restaurante Martín Berasategui, tres estrellas Michelin.
¿Cómo empezaste en esto de cocinar?
Sé cocinar desde que nací. En mi casa toda la vida se ha comido muy bien y ha habido mucha afición por la mesa. Somos cuatro hermanos, y a mi madre le ayudaba Maripaz, una mujer extremeña que era una cocinera fabulosa. Yo estaba todo el día con aquella mujer y me aficioné a la cocina a base de estar entre los pucheros. Mi madre siempre nos echaba de la cocina, decía que no era sitio para hombres, y basta que te echen de un sitio para que te aficiones. Pero en mi familia no ha habido cocineros, ni nadie que se haya dedicado a la hostelería.
¿Cómo acabaste en un tres estrellas?
Estudié el bachillerato a trompicones porque soy un inútil, un anormal de cojones. Y quería ser cocinero. Estudiaba en un colegio de curas en el que ser cocinero era como querer ser puta, todo el mundo quería ser médico, ingeniero, filólogo, arquitecto… Pensaban que estaba tarado. Hice el COU y la selectividad, no sé ni cómo aprobé aquello. En aquel tiempo por aquí no había sitio en las escuelas de cocina, así que por si acaso no me cogían me apunté en la UPV para estudiar Historia y, afortunadamente, me aceptaron en la escuela de cocina, porque lo hubiera suspendido todo. Empecé a estudiar cocina en la escuela de San Sebastián. Ese mismo verano empecé a trabajar en restaurantes de la zona, lo que me hacía mucha ilusión, porque por lo menos los básicos de la zona los había visitado gracias a mis padres; cuando llegaba mi cumpleaños, lo que quería era que me llevaran a Arzak o a Zuberoa o al Merche, un restaurante de Irún que ya no existe. Y quieres trabajar en esos grandes restaurantes mientras estudias en la escuela. Y a partir de terminar la escuela, tuve la suerte de conocer a Martín Berasategui y viajar, estar trabajando en Francia… Mis grandes ídolos de juventud han sido Michel Guérard, Joël Robuchon, Jacques Maximin, Roger Vergé, los grandes cocineros del mundo, y cuando tenía 16 años, lo que quería era trabajar con ellos. La única manera de trabajar con esa gente en aquella época era trabajar gratis, les decía: “Oye, estoy trastornado, quiero trabajar contigo”, y en algunos casos conseguía que me dieran además de comer y un lugar para dormir. Cuando regresé, volví a Lasarte con Martín y trabajo con él desde hace 20 años, estuve tres años como su brazo derecho en cocina… He hecho muchas cosas pero siempre muy vinculado al fogón y desde hace unos años, a través de la escritura y de la televisión.
¿Cómo te diste cuenta de que valías para salir en la tele?
Yo no me di cuenta, fue cosa de Martín, que confiaba mucho en que tenía posibilidades. Es un medio en el que nunca había colaborado. Martín me vio en alguna ocasión, y estaba convencido de que yo tenía que hacer tele. Siempre he sido muy consumidor de gastronomía en televisión… Cuando tenía 10 años me gustaba ver a Elena Santonja y esas cosas. Además de los anuncios de desodorantes de Fa de tías en pelotas que daban en la tele francesa, que eran maravillosos, lo siguiente que me interesaba eran los programas de la Santonja, los de Labordeta, los de Rick Stein, Karlos Arguiñano o los de Keith Floyd, un inglés que ya se murió, y que era un bestia parda que hacía unos programas de cocina impresionantes en la televisión inglesa, o Maite Ordóñez, que tenía un programa llamado La cocina de los mosqueteros, en el que por ejemplo, mataban una gallina en directo, aquello era la bomba. Yo era muy consumidor de todos esos programas, pero nunca pensé que iba a estar al otro lado de la pantalla. Cuando empezamos a hacerlo, creía que en 15 días me iban a echar a la calle, no porque sea un anormal, que lo soy, sino porque rompía un poco el esquema de cocinero modosito, que lo limpia todo, muy políticamente correcto… Pero el programa ha funcionado y parece que hay sitio para un asilvetrado en la tele. Cuido mucho el recetario, el programa gira en torno al plato, hablo de cocina, pero siempre desde el fango, como los cerdos.
No te atreves a lo de matar la gallina.
Me encantaría, pero los tiempos que corren son muy pasteurizados, y no está bien visto matar gallinas. Es un desastre. Vamos hacia el abismo, pero de cabeza. ¿Habrá allí cajeros automáticos?
¿Qué opinas sobre la prohibición del foie gras en California?
No sé si mi opinión le interesa a alguien, pero me parece que vivimos a remojo en agua oxigenada, y toda esta asepsia me pone de los nervios. Al final todo se reduce a intereses económicos, DI-NE-RO. En ese caso concreto, no tengo dudas de que lo que se pretende es hacer daño a una industria concreta, al margen del supuesto maltrato animal. Pero la culpa de todo la tiene Walt Disney, que es un hijo de puta. Es el mayor terrorista del siglo XX: en el momento en el que puso a hablar a leones, a patos, a perros, a ratones… nos jodió miles y miles de años de evolución.
Ha creado una empatía con los animales…
La culpa de ese rollo del pobre animalito y tal, la tiene Walt Disney. Desde el momento en que puso de pie a Pluto, a Donald, a Mickey, y todos enamorados y llevando pantalones y conduciendo automóviles, fue el desastre. La gente está loca, en general. Cuando se llevan a esos extremos las cosas del comer… Imponerle a alguien que no puede comer foie gras o que comer carne es un asesinato y todas estas tonterías me pone de muy mala leche, porque si realmente lo piensas, no lo hagas tú y déjanos en paz a los demás.
La apología en cuestiones del comer, con el megáfono y la pancarta, me da un asco que no puedo. Pero son batallas perdidas, algún día todo eso va a ocurrir en España: estoy seguro de que en muchas cuestiones relacionadas con el comer y con el trato a los animales, la manipulación de alimentos… vamos hacia el desastre total, haremos trizas cientos de productos en nombre del código de barras y el amor a los animales. Algún día se hará pienso con humanos para que coman los jilgueros.
¿Lo notas desde que empezaste?
Claro. La gastronomía y la cocina tienen una relación total con la muerte, y con la tierra, el chuchillo, con la sangre… Eso ha sido normal durante muchos siglos, hasta la generación de mis padres; y de hecho, las matanzas eran festivas y participábamos los niños, que teníamos nuestras labores. Esa relación diaria con la muerte, para poder meter la comida en el puchero, está muy mal vista desde hace años. Nos hemos ido a la ciudad, nos procesan la comida de manera general. También lo he notado en la tele; si yo ahora saliera en televisión cortándole el cuello a una gallina, la gallina sangrando… me encantaría, pero se montaría un cristo del copón. Es por haber dejado el campo, y eso que aquí estamos bastante asilvestrados, pero tú imagínate en los grandes núcleos urbanos… vienen al campo y huelen el abono y huelen la caca de la gallina y dicen “joder, qué asco”, les dan arcadas.
A la gente le da arcadas encontrarse la nata de la leche en el vaso por la mañana. A mí no es que me encante el olor de caca de pollo, pero estoy vacunado. En eso se nota. Y muero por la cocina gore y sanguinolenta, porque tiene mucho mérito cocinar tripas, riñones, pulmones, sesos, patas, manos, cabezas, morros, rodillas, orejas, huesos, ojos, cogotes, médulas, hígados, corazones, criadillas, lenguas, mollejas, rabos… la casquería es lo máximo.
Ser capaz de transformar esas vísceras en algo rico es inmenso, necesitan mucho tiempo de cazuela para volverse comestibles y el fuego los transforma en algo delicioso. Las cocinas no son más que salas de autopsia y en los fogones todo es muerte, vísceras y cadáveres en plena descomposición: la mano humana transforma todo eso en un milagro provocado por la necesidad de alimentarnos. Y comer todo eso está muy mal visto, es como pegar tiros por la calle. En la tele he hecho corazón guisado, he aparecido con un corazón en la mano, y los espectadores cambian de canal. He hecho morcilla, callos, orejas. Pero salvo contadísimas excepciones de gente que come de todo desde críos, triunfa el alimento empaquetado, sin grasas, con abrefácil, que no sea pringoso, que no huela…
Y cada vez es más difícil encontrar gente sin complejos y sin prejuicios en asuntos del comer. Nos asalta a la mente esa imagen de Pluto charlando amistosamente con Mickey Mouse y se van al carajo miles de años de relación con los alimentos… Si es verdad que Walt Disney está en un sitio congelado, criogenizado, hay que desconectarlo de la red, guisarlo, y nos tenemos que comer hasta los sesos y hacer sopa con sus huesos. Eso en un extremo, y en otro, la leche se ha desbordado hace ya tiempo con este rollo de la tonta gastronomía contemporánea, que me tiene hasta las pelotas.
Este show de cocineros lilas, de horteras y de cursis diciendo bobadas, que son tan inútiles como yo y no han hecho una carrera superior ni saben hablar más que el idioma que les ha enseñado su madre; dónde van con este rollo de la innovación y hablando de Schopenhauer si a todos se nos quema la merluza rebozada en la sartén.
¿Qué te parece el cocinero-artista-científico?
Que cada uno aguante su vela, particularmente me resbalan todo ese tipo de sermones, pues el egochef tiende a subir al púlpito y al finalizar los oficios baja a repartir la hoja parroquial; confieso que me gusta comer por todos lados para saber lo que se cuece y tener claro quién me gusta y quién no, descubrir a los tartufos y quedarme con aquellos que son capaces de cocinar con arrojo y sin idioteces. Muchos cocinan con los pies plantados en el siglo XXI y lo hacen que da gloria verlos, y me trae sin cuidado si esferifican o si se meten cuatro tiros de goma xantana por la napia; al final, tú solo ante el plato desnudo y con el cocinero escondido descubres si aquello es verdadero.
Si comes y se te quedan los labios pegados, enmudeces y tienes la sensación de estar comiendo algo grandioso es lo que cuenta y lo demás son paparruchadas. El envoltorio intelectual me pone de muy mal gas, no soporto las dosis extras de misticismo. Ya tuve suficiente con creerme de crío las apariciones marianas de Lourdes y el misterio de la santísima trinidad.
¿Quién te parece que lo hace bien de todos ellos?
Esa es la típica pregunta trampa.
¿Adrià qué tal lo hace?
He comido en su casa un par de veces y disfruté como un enano. Es un profesional que sabe lo que se hace, pero me parece un plasta y un pelma, el típico obsesionado con su trabajo en permanente búsqueda de la perfección, una especie de Lope de Aguirre con delantal, iluminado, afanoso y muy pesado. Hasta hace bien poco te tropezabas con él hasta en la sopa, por dios qué peñazo.
Aunque es verdad que el pobre hombre no tiene la culpa, pero aún peor es toda esa prensa que agita las palmas y lo recibe montado en su borrico como al de Nazaret en Jerusalén, esa prensa que yo suelo llamar del régimen, del régimen gastronómico patético, que nos bombardea con sus genialidades y convierte en aborrecibles sus constantes juegos sobre el alambre.
Seamos sinceros: hoy, en el mundo, esta revolución de los fogones le interesa a muy poca gente, a un puñado de raros y de “routards”, porque el mundo es muy ancho y se muere de hambre y de empacho, lleno de gentes a las que les importa un bledo la torrija caramelizada, lleno de putas que se juegan el pellejo por llevar el pan a casa, lleno de pastores que no pueden dar de beber a sus cabras, de personas a fin de cuentas que nunca oyeron hablar de sifones, ni de texturas, ni de gaitas, y a los que todo eso les importa una mierda.
Cuando se nos llena la boca de baba y la gastronomía se convierte en la garrocha de unos pocos, dan ganas de enchufarles una manguera de caca de gallina o de liarse a hostias, como en los grabados del pobre Goya, que si levantara la cabeza vestiría de cocineros a muchos de los personajes de sus pinturas negras.
Jotdown
Santi Santamaría
Los seis puntos de la cocina de Santi Santamaria por una ética del gusto.
1. Cultural
Es preciso aceptar la existencia de una historia culinaria que nos condiciona y que nos hace tal y como somos.
La cultura catalana es mi expresión.
Pertenecemos a una Europa donde el culto a la mesa es como una religión.
2.Natural
Hay que utilizar productos de temporada, siguiendo el calendario de las estaciones y rechazando sustancias químicas o artificiales ajenas al producto.
Hay que transformar los alimentos sin destruirlos, manteniendo y potenciando su sabor.
3. Evolutiva
Hay que avanzar en el ejercicio de la profesión a través de la experiencia, mejorando los procesos productivos gracias a las nuevas tecnologías.
Hay que promover una cocina donde la síntesis sea un valos, donde la sencillez sea una forma de expresión para hacer comprender a la sociedad el arte de la cocina.
4. Social
Profundizar cada día en la mejora de la calidad de vida: todo avance social en la profesión en pro de la calidad humana mejora los resultados culinarios. El cocinero debe implicarse, fluir, hacer oír su voz entre las corrientes que desean una sociedad más justa y solidaria.
5. Artística
La cocina como acto de creación es una más de nuestras bellas artes.
Enmocionar, más que alimentar, es mi objetivo.
Mi modernidad no es la estética superficial, sino la sublimación del sentido del gusto interior.
6. Universal
No debemos dejar de ser locales. Tenemos que emprender la búsqueda de una verdad propia, auténtica, de manera que nadie tenga que renunciar a las influencias de los demás, de los productos y las personas de todo el mundo, pero siempre que en nuestra cocina nunca deje de percibirse nuestra tierra.
[…] Es evidente que no podemos estar a favor de la macdonalización del planeta; la vida en forma de franquicia es un horror, fruto de una mala gestión política y social que deberemos superar y corregir para llegar a vivir en un mundo mejor. Sólo con la calidad de un buen pan artesano y un poco de aceite se supera a Burger King, pero entrar a competir, cuando lo que hay que hacer es combatir, sería un error ideológico imperdonable; asociar gastronomía con fast food sería una perversidad.
La renuncia a la tradición culinaria me pone a mí personalmente en una situación incómoda, porque me deja en un espacio profesional de gran soledad. La ignorancia sobre la ejecución de las recetas propicia su abandono, y por ello la tradición se recibe con incomprensión y desdén crecientes. Yo entiendo que la tradición es inseparable de la sabiduría popular, que es una de las bases que dan cuerpo creativo a mis platos. Para mí, rescatar y actualizar tradiciones en una época donde prima tanta novedad por la novedad puede ser un acto revolucionario.
El bullicio de los mercados expresa en el Mediterráneo una forma de vida. Al pueblo le encanta la calle; comer en un bar de la plaza, en un chiringuito, desde un bocadillo de atún a una fritura de anchoas o un guiso con setas. Comentar el punto de maduración de las frutas, recibir con ilusión las primeras habas o apresurarse a comprar caballas porque el precio está por los suelos debido a las generosas capturas del día. […] El mercado es nuestra vida, vivimos de él, convivimos en un espacio que se ha convertido en el punto de encuentro colectivo desde hace siglos.
Me parece una enorme perversión pensar que el consumidor, que, cuando compra unos productos expuestos en las estanterías de una gran superficie, está teóricamente informado, gracias al contenido normativo de las etiquetas, en cambio, cuando se sienta a la mesa de alguno de los mejores restaurantes del mundo, se le pueden hacer tragar dosis de colorantes, estabilizantes, potenciadores del sabor y otros muchos productos químicos sin recibir ningún tipo de información.
[…]
Por otra parte, el problema es mucho más serio de lo que algunos suponen: en la industria alimentaria, por ejemplo, el uso de determinadas sustancias está escrupulosamente controlado, mientras que el empleo de ingredientes propios de la gran industria en las cocinas profesionales puede dar lugar a barbaridades que atenten directamente contra la salud.
LIBROS RECOMENDADOS
La cocina al desnudo - Santi Santamaría- Ediciones Temas de Hoy
Presentación:
¿Asistimos al ocaso de la cocina doméstica y al imparable declive de la cultura gastronómica mediterránea? ¿Debemos sentirnos orgullosos de una cocina, la molecular o tecnoemocional -abanderada por Ferran Adrià y su cohorte de seguidores-, que llena nuestros platos de gelificantes, estabilizantes y emulsionantes de laboratorio?
A éstas y otras preguntas intenta dar respuesta Santi Santamaría, el cocinero español con más estrellas Michelín, en un libro atípico y sugerente, sin recetas mágicas, salpicado de recuerdos y referencias personales y profesionales, escrito al margen de las modas imperantes y contra la cocina-espectáculo por alguien que lleva toda la vida pegado a los fogones. Con él se pretende estimular el diálogo, abrir un debate público sobre el futuro de nuestra gastronomía y como no, también la polémica que también está servida.
No quiero volver al restaurante- Jörg Zipprick - Editorial Foca
Presentación:Gastronomía molecular o cocina molecular se define como la aplicación científica en la cocina, es la respuesta a las relaciones físicas y químicas que se producen durante los procesos de preparación o elaboración de los alimentos.La vanguardia de la cocina apuesta por ese tipo de gastronomía , utilizando ingredientes muy especiales, algunos de los cuales no dejan de suscitar polémica entre los científicos. Esto también lo saben los cocineros, que prefieren no informar a sus clientes sobre los componentes de sus creaciones, de efectos ópticos tan impactantes.
Peor aún: los “cómplices” de la cocina tecno-emocional también hacen sus incursiones en la gastronomía tradicional. Los representantes anuncian los supuestos “polvos mágicos” con palabras como “con esto es con lo que cocinan los mejores cocineros del mundo”.
El libro explica con toda claridad lo que hoy día –desgraciadamente– debería saber cualquier potencial cliente sobre algunos restaurantes. Revela que las técnicas de la llamada cocina molecular no las han diseñado cocineros geniales, sino industriales alimentarios. Muestra que la investigación para el empleo de aditivos en el restaurante la han financiado la industria química… y el contribuyente. Y explica cómo los cocineros “ennoblecen” el aceite de oliva con productos químicos baratísimos. Para los señores de los fogones, el empleo masivo de química tiene una ventaja decisiva: la química es barata; los filetes, el pescado, el pollo y la verdura, en cambio, son caros.
A lo largo de sus dieciséis capítulos, el autor denuncia los excesos de la llamada "cocina molecular o tecno-emocional" y de sus principales representantes, con Ferran Adrià a la cabeza. De manera clara y rigurosa, ateniéndose en todo momento a datos científicos, hace un repaso de las conexiones de la vanguardia gastronómica con las industrias química y alimentaria; de cómo la materia prima ha ido pasando a un segundo plano para dejar su lugar a impactantes presentaciones donde lo natural ha perdido su antiguo protagonismo; de cómo a veces se juega innecesariamente con la salud del comensal; de cómo, en fin, no es oro todo lo que reluce en los fogones de la vanguardia gastronómica.
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